Imagen:commons.wikipedia.org
“La falta de vegetación, particularmente la falta de bosques,
agrava la irregularidad de las lluvias y de las corrientes de agua,
la solución será imposible si uno sigue talando bosques”
Ingeniero investigador mexicano originario de Guadalajara, Jalisco, cuyo nombre nos es muy familiar, pero que su obra, habitualmente nos es desconocida: Dedicó su vida al estudio y cuidado de la flora por lo que fue llamado, con justa razón, “el Apóstol[1] del árbol” por haberse dedicado a la defensa forestal en México.
Nació en 1862, en el seno de una próspera familia, su niñez fue típica para una persona de su clase y de su tiempo, gozando una educación clásica en las mejores escuelas de Guadalajara, sin embargo ni su inteligencia ni la riqueza, lo hicieron invulnerable a la tragedia, que llegó a su vida a los 10 años cuando su madre muere y a los 17 que queda totalmente huérfano, con el deceso de su padre.
Comenzó su educación universitaria en el Seminario de Guadalajara, pero por su orfandad quedó a cargo de un tío que era canónigo en una iglesia de Bayona, Francia; recibió el diploma de bachiller en ciencia en la Universidad de Burdeos en 1883, realiza estudios de ingeniería-como su hermano mayor-graduándose de ingeniero civil, con especialización en ingeniería hidráulica en 1887, por la Escuela Politécnica en París. Su gusto por la naturaleza comenzó en los Pirineos Atlánticos, inspirando un enorme cariño hacia los bosques y hacia las montañas.
Vuelve a su patria natal ansioso de aplicar sus conocimientos, supervisando las obras del drenaje, la construcción del Gran Canal y un gran túnel en el extremo noreste del Valle de México, recordando la observación de Humboldt de que la deforestación de las montañas era responsable de las inundaciones que sufría la ciudad. En 1889 sufre un accidente casi mortal, al caer de una góndola mientras inspeccionaba un túnel, cuyas lesiones lo obligan a renunciar al proyecto del drenaje.
Recuperado del accidente, Quevedo se desempeñó como consultor de una compañía en el Valle de México en donde fue testigo de las destructivas inundaciones que asolaban la región, comprendiendo la importancia de los bosques para el bienestar público y reforzando su idea de la absoluta necesidad de la reforestación.
Fue nombrado director de obras portuarias en Veracruz, casándose con una veracruzana. Por tres años (1890-1893) luchó con la amenaza de los mosquitos de los pantanos de transmitir fiebre amarilla y malaria, así como contra los fuertes vientos que arrastraban grandes cantidades de arena al puerto. Una década después, Quevedo regresó a Veracruz para planta árboles como un medio para reducir la severidad de ambos problemas.
Trabajó siete años para una compañía franco-suiza para investigar el potencial de energía hidráulica en México, encontrando amplia evidencia para apoyar su opinión de que los bosques jugaban un papel crítico en regular el ciclo hidrológico. En 1901, en el Segundo Congreso Nacional sobre Clima y Meteorología es nombrado presidente de la Junta Central de Bosques, fijando la idea que la destrucción de los bosques afectaba negativamente las provisiones de agua.
Fue jefe varias veces del Departamento Forestal de la Secretaria de Agricultura, trabajó en un programa de promoción de parques para el área urbana de la Ciudad de México, pues contrario a la recomendación del Primer Congreso Internacional de Higiene Pública y Problemas Urbanos efectuado en París, que recomendaba que el 15% de las zonas urbanas fuese cubierto con parques como una medida de salud pública, pues los parques y jardines de la Ciudad en 1900, componían menos del 2%. Como resultado de su gestión, aumentó de dos a treinta y cuatro parques, aumentando la relación hasta 16%, en tan solo una década.
Con el producto de su trabajo compro el Rancho Panzacola, donde formo los Viveros de Coyoacán, pieza central de un sistema de viveros que producía 2.4 millones de árboles anualmente, incluyendo cedros, pinos, acacias, eucaliptos-provenientes de Australia- y tamariscos-provenientes de Argelia-, que fueron plantados en lechos secos de los lagos y en las desnudas faldas de las colinas. Los grandiosos Viveros de Coyoacán, fueron cedidos por el Apóstol a la Nación.
Quevedo que se había impresionado por las dunas arboladas que el prominente ingeniero francés Paul Laroche había creado en el litoral como una protección de las tormentas invernales, viajó a Argelia, siguiendo el consejo de Lucien Daubrée, jefe del servicio forestal francés, para observar personalmente las dunas de arena que habían estabilizado los árboles, ahí colecto semillas con la esperanza de repetir el éxito que había presenciado. Convenció al gobierno de Porfirio Díaz e importó casuarinas de Australia, para poblar los médanos de la playa norte de Veracruz y al gobierno de Venustiano Carranza para establecer el Desierto de los Leones como el primer parque nacional de México.
Promovió la creación de bosques pequeños alrededor de las estaciones ferroviarias de todo el país; fue pionero del aprovechamiento del agua para fines de generación eléctrica; participó en las obras de Río Blanco, Orizaba y como constructor erigió la Iglesia del Buen Tono y el Edificio del Banco de Londres y México, en la capital de la República.
Después de la muerte de su esposa por la influenza española, un Quevedo aquejado por la tristeza, abandonó temporalmente sus actividades de conservación, reanudando sus esfuerzos a favor de la fauna silvestre de la nación, encabezando el Comité Mexicano para la protección de las aves silvestres, pues al disminuir las aves, aumentan los insectos nocivos a los huertos, campos de cultivo y bosques.
Fundó en 1922 la Escuela y la Sociedad Forestal Mexicana, organización privada, formada por un grupo de convencidos del importante papel de la vegetación de los bosques en el mantenimiento y equilibrio climático, en la protección de suelos y aguas, en la economía general y en el bienestar público, logrando que el presidente Plutarco Elías Calles promulgara la ley forestal de 1926.
En 1934, cuando ya tenía 72 años de edad, en la campaña presidencial, Lázaro Cárdenas lo invita a encabezar un Departamento Autónomo Forestal, de Pesca y Caza, que modestamente rehúsa, aduciendo que era ingeniero y no político, Muere en la Ciudad de México en 1946, un hombre al que nadie puede escatimarle haber logrado el éxito.
1. P. ext., el que propaga alguna doctrina
Nació en 1862, en el seno de una próspera familia, su niñez fue típica para una persona de su clase y de su tiempo, gozando una educación clásica en las mejores escuelas de Guadalajara, sin embargo ni su inteligencia ni la riqueza, lo hicieron invulnerable a la tragedia, que llegó a su vida a los 10 años cuando su madre muere y a los 17 que queda totalmente huérfano, con el deceso de su padre.
Comenzó su educación universitaria en el Seminario de Guadalajara, pero por su orfandad quedó a cargo de un tío que era canónigo en una iglesia de Bayona, Francia; recibió el diploma de bachiller en ciencia en la Universidad de Burdeos en 1883, realiza estudios de ingeniería-como su hermano mayor-graduándose de ingeniero civil, con especialización en ingeniería hidráulica en 1887, por la Escuela Politécnica en París. Su gusto por la naturaleza comenzó en los Pirineos Atlánticos, inspirando un enorme cariño hacia los bosques y hacia las montañas.
Vuelve a su patria natal ansioso de aplicar sus conocimientos, supervisando las obras del drenaje, la construcción del Gran Canal y un gran túnel en el extremo noreste del Valle de México, recordando la observación de Humboldt de que la deforestación de las montañas era responsable de las inundaciones que sufría la ciudad. En 1889 sufre un accidente casi mortal, al caer de una góndola mientras inspeccionaba un túnel, cuyas lesiones lo obligan a renunciar al proyecto del drenaje.
Recuperado del accidente, Quevedo se desempeñó como consultor de una compañía en el Valle de México en donde fue testigo de las destructivas inundaciones que asolaban la región, comprendiendo la importancia de los bosques para el bienestar público y reforzando su idea de la absoluta necesidad de la reforestación.
Fue nombrado director de obras portuarias en Veracruz, casándose con una veracruzana. Por tres años (1890-1893) luchó con la amenaza de los mosquitos de los pantanos de transmitir fiebre amarilla y malaria, así como contra los fuertes vientos que arrastraban grandes cantidades de arena al puerto. Una década después, Quevedo regresó a Veracruz para planta árboles como un medio para reducir la severidad de ambos problemas.
Trabajó siete años para una compañía franco-suiza para investigar el potencial de energía hidráulica en México, encontrando amplia evidencia para apoyar su opinión de que los bosques jugaban un papel crítico en regular el ciclo hidrológico. En 1901, en el Segundo Congreso Nacional sobre Clima y Meteorología es nombrado presidente de la Junta Central de Bosques, fijando la idea que la destrucción de los bosques afectaba negativamente las provisiones de agua.
Fue jefe varias veces del Departamento Forestal de la Secretaria de Agricultura, trabajó en un programa de promoción de parques para el área urbana de la Ciudad de México, pues contrario a la recomendación del Primer Congreso Internacional de Higiene Pública y Problemas Urbanos efectuado en París, que recomendaba que el 15% de las zonas urbanas fuese cubierto con parques como una medida de salud pública, pues los parques y jardines de la Ciudad en 1900, componían menos del 2%. Como resultado de su gestión, aumentó de dos a treinta y cuatro parques, aumentando la relación hasta 16%, en tan solo una década.
Con el producto de su trabajo compro el Rancho Panzacola, donde formo los Viveros de Coyoacán, pieza central de un sistema de viveros que producía 2.4 millones de árboles anualmente, incluyendo cedros, pinos, acacias, eucaliptos-provenientes de Australia- y tamariscos-provenientes de Argelia-, que fueron plantados en lechos secos de los lagos y en las desnudas faldas de las colinas. Los grandiosos Viveros de Coyoacán, fueron cedidos por el Apóstol a la Nación.
Quevedo que se había impresionado por las dunas arboladas que el prominente ingeniero francés Paul Laroche había creado en el litoral como una protección de las tormentas invernales, viajó a Argelia, siguiendo el consejo de Lucien Daubrée, jefe del servicio forestal francés, para observar personalmente las dunas de arena que habían estabilizado los árboles, ahí colecto semillas con la esperanza de repetir el éxito que había presenciado. Convenció al gobierno de Porfirio Díaz e importó casuarinas de Australia, para poblar los médanos de la playa norte de Veracruz y al gobierno de Venustiano Carranza para establecer el Desierto de los Leones como el primer parque nacional de México.
Promovió la creación de bosques pequeños alrededor de las estaciones ferroviarias de todo el país; fue pionero del aprovechamiento del agua para fines de generación eléctrica; participó en las obras de Río Blanco, Orizaba y como constructor erigió la Iglesia del Buen Tono y el Edificio del Banco de Londres y México, en la capital de la República.
Después de la muerte de su esposa por la influenza española, un Quevedo aquejado por la tristeza, abandonó temporalmente sus actividades de conservación, reanudando sus esfuerzos a favor de la fauna silvestre de la nación, encabezando el Comité Mexicano para la protección de las aves silvestres, pues al disminuir las aves, aumentan los insectos nocivos a los huertos, campos de cultivo y bosques.
Fundó en 1922 la Escuela y la Sociedad Forestal Mexicana, organización privada, formada por un grupo de convencidos del importante papel de la vegetación de los bosques en el mantenimiento y equilibrio climático, en la protección de suelos y aguas, en la economía general y en el bienestar público, logrando que el presidente Plutarco Elías Calles promulgara la ley forestal de 1926.
En 1934, cuando ya tenía 72 años de edad, en la campaña presidencial, Lázaro Cárdenas lo invita a encabezar un Departamento Autónomo Forestal, de Pesca y Caza, que modestamente rehúsa, aduciendo que era ingeniero y no político, Muere en la Ciudad de México en 1946, un hombre al que nadie puede escatimarle haber logrado el éxito.
1. P. ext., el que propaga alguna doctrina
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