lunes, 2 de febrero de 2009

Merecería ser Verdad XVIII El Mito de El Dorado

Imagen: misteriosyleyendas.com


La Asociación de Personal del Organismo Internacional de Salud de Colombia, en el que laboré, nos otorgaba, cuando terminábamos nuestra Misión en el País, un recuerdo de despedida, consistente en una replica, de la figura de oro-de alrededor de 700 años de antigüedad-que puede contemplarse en el Museo del Oro de Bogotá y que es considerada como la pieza emblemática: “La Balsa Muisca”, que representa la Ceremonia del Indio Dorado, en la que el heredero del cacicazgo de Guatavita, cubierto de oro en polvo, tomaba posesión de su mandato con una gran ofrenda a los dioses, rodeado por los cuatros caciques principales y su séquito, todos adornados de oro y plumería.

Al parecer la escultura encontrada en Pasca, Cundinamarca en 1969, se refiere a un ritual sagrado por el que una vez al año, se efectuaba un baño de iniciación de los indios chibchas, que solía llevarse a cabo, en la meseta de Cundinamarca, en el importante centro ceremonial de la laguna de Guatavita-localizada a unos 50 kilómetros al norte de Bogotá, Colombia- -formada por el impacto de un aerolito-, en donde los nuevos zipas serían consagrados como reyes de Bacatá, arrojando a las aguas oro y esmeraldas. A partir de este hecho cierto, conocido en Quito, gracias al relato que hizo un embajador indígena a uno de los lugartenientes del conquistador cordobés, Sebastian Moyano-que cambio su apellido por el de su lugar de origen, de Belalcázar-nace uno de los mitos más célebres y universales del período de descubrimiento y la conquista, cuyas reminiscencias aún se evidencian en la actualidad, pues el Aeropuerto Internacional de Bogotá, Colombia, se llama “El Dorado”.

Según los cronistas, al escuchar Sebastian de Belalcázar la historia áurea, exclamó "¡Vamos a buscar este indio dorado!", comenzando la leyenda de El Dorado, que progresivamente se fue magnificando por la fantasía hispana. Cada quien imaginó ya no un ser, sino un país, un reino de ídolos gigantes de oro macizo, calles empedradas de oro y un rey espolvoreado de oro. La predisposición de esa época, de creer en quimeras y patrañas se basaba en las extraordinarias riquezas halladas en Tenochtitlán, México y la aún mas incalculable del Imperio Inca en el Perú, lo cual estimulaba la imaginación de los nuevos conquistadores, que se transformó vertiginosamente en una verdadera obsesión, traduciéndose en el motor inagotable, para una búsqueda desenfrenada de ese territorio imaginario colmado de riquezas.

Belalcázar, experimentado conquistador español, que había acompañado a Cristóbal Colón en el tercer viaje; como capitán viajado al Darién con Pedrerías Dávila; conquistado Nicaragua con Francisco Hernández de Córdoba; embarcado a las costas del Perú para unirse a Francisco Pizarro en la expedición contra el Imperio Inca y conquistado Quito, experimentó la suficiente motivación para dirigirse en 1535 hacia la actual Colombia en la búsqueda de El Hombre Dorado. Penetró en el valle del río Cauca, fundó Santiago de Cali, Neiva y Popayán, cruzó el Magdalena en 1539 y entró en Bogotá, junto a Gonzalo Jiménez de Quesada y el alemán Nicolás Federmann, pero no encontró su maravillosa ilusión, porque el rito había dejado de celebrarse por la guerra entre los guatavitas y los muiscas. Al principio los exploradores buscaron en los Andes, en el mismo año de 1535, el explorador y cronista alemán Nicolás de Federmann, también dirigió una expedición; en 1536 el conquistador español Gonzalo Jiménez de Quezada busca la misma quimera, estableciendo un diferendo con Federmann y Belalcázar, que se resuelve pacíficamente en Bosa.

La frustrada búsqueda del Indio Dorado no aminoró la esperanza de gente enfebrecida por el oro, por el contrario El Dorado pasó a ser en la imaginación fantasiosa, un territorio de gran riqueza, que existía en algún lugar del continente sudamericano, supuestamente situado entre el Orinoco y el Amazonas. Esta convicción, generó penosas, estériles y bárbaras expediciones al interior más inaccesible del continente, en las que múltiples aventureros buscaron con afán y a costa de grandes sacrificios, la inmensa fortuna, que según ellos, les aguardaba. Documentos como el de Juan Rodríguez Freyle en 1636, los rumores de los conquistadores y los falsos testimonios de los indígenas-quienes afirmaban la existencia de El Dorado, para alejar de su territorio a los conquistadores-mantuvieron vigente la creencia durante dos siglos, extinguiéndose hasta el siglo XVII.

Entre las expediciones en busca de este reino legendario, se encuentra la de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana, que partiendo de Quito en 1541, para buscar el “reino de la canela”, divididos en dos grupos, el primero regresa al punto de partida, y el segundo descubre el río Amazonas, que lo navega hasta su desembocadura en el océano Atlántico. Múltiples expediciones parten buscando tan lucrativa empresa, destacando la del alemán Felipe de Hutten-llamado por los españoles Felipe de Utre-, que inicia su viaje en la costa venezolana de Coro-entonces capital de la provincia de Venezuela-que en 1541, acompañado por un pequeño grupo de soldados y por supuesto un escribano, hace un viaje de cinco años, cruzando el Apure y el Orinoco, hasta que cree llegar cerca de la nación de los Omeguas, en la espesura de la selva amazónica, en donde debe habitar el Rey Manoa, poseedor de los tesoros anhelados, trabando un combate en Cavira, que le impide avanzar. A su regreso es decapitado por el gobernador Carvajal.

Otra notable expedición en 1560, con dos años de duración, la encabezan los navarros vascos, el legendario Lope de Aguirre-de casi cincuenta años, muy pequeño y de mala apariencia- y Pedro de Ursúa; quienes zarparon de Lamas, en Lima, formada por 300 soldados españoles, 300 servidores indígenas y unos veinte negros. Todos embarcaron en dos bergantines y llevan otras nueve embarcaciones llamadas chatas, para transportar los caballos y el ganado. Los indios viajan en canoas atados con colleras. En 1561, durante el viaje, Aguirre asesina a Ursúa, se nombra “jefe de los “marañones”, y pretende establecer un reino independiente de España. Baja por el río Amazonas hasta la Isla de Margarita, donde Aguirre y sus marañones se entregan al saqueo y el asesinato. Las tropas del Rey derrotan a Lope de Aguirre, quien muere arcabuceado por sus propios hombres. Cuidadosamente descuartizado, la cabeza fue expuesta en una jaula en el pueblo de Tocuyo, la mano izquierda se envió a Valencia y la derecha a Mérida. La expedición para la historia, recibe el nombre de “La Jornada de El Dorado”.

La leyenda-que conoció de un prisionero español, cuando el fue preso en la torre de Londres-impulsa al corsario inglés Walter Raleigh-personaje adorado por el romanticismo inglés y favorito de la reina Isabel-a incursionar en Sudamérica, entre 1595 y 1596, para localizar tan magnífica fuente de riquezas. Al mando de cinco navíos con tripulaciones veteranas y más de cien soldados escogidos personalmente, partió desde el puerto de Plymouth en busca de la Ciudad Dorada; navegó a lo largo del Orinoco, entre vegetación tropical y bandadas de caimanes, al no encontrar nada regresa a Inglaterra derrotado, escribiendo un libro sobre el viaje, titulado “The Discoverie of the Large, Rich, and Beautiful Empire of Guiana, with a Relation of the Great and Golden Citie of Manoa, wich the Spaniards call El Dorado”-abreviado en español como-“El descubrimiento del maravilloso y rico imperio de Guayana”; los maravillosos relatos del explorador inglés contribuyen a propagar el mito entre los siglos XVII y XVIII. A los 64 años de edad convence al rey Jacobo VI de Escocia, saber dónde se encuentra El Dorado, en Manoa, al sur del Orinoco, en la rivera del lago Parima. En 1617, con trece barcos y más de mil hombres, por segunda vez parte de Plymouth, para un segundo fracaso que paga con su cabeza.

Pero ninguno de los aventureros, ansiosos de fama y fortuna, nunca llegaron a la ciudad fantástica más grande de lo que alcanzaba la vista, hecha enteramente de oro, incluso los árboles y llanuras de oro en polvo, donde podían recoger gemas con toda facilidad. Nadie llego a Omagua, la Ciudad de la Laguna, al reino del Gran Paitite, a Manoa, el Gran Mojo, Enim, Tierra Rica-como llegaron a decirle a El Dorado-, No obstante que exploraron La Guayana, el Meta, el Orinoco, Colombia, el Chaco, la selva amazónica y México-lugares en donde se afirmaba que estaba-por una sola razón: La áurea ciudad no existió jamás. Lástima, merecería ser verdad.

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