SOBRE LOS TITULOS PROFESIONALES Y EL CAPITAL CURRICULAR*
Para Presidente no se estudia. No hay Licenciaturas, Maestrías ni Doctorados para una función de tanta responsabilidad. Y, sin embargo, las supersticiones modernas dicen que nada de cierta responsabilidad debe estar a cargo de empíricos, de gente que no se haya preparado académicamente para esa función y precisamente esa. Así se llega a establecer un derecho, un monopolio por demás conveniente para los propietarios del título en cuestión. Si hubiera Doctorados en Presidencia de la República el gremio trataría de que nadie ejerciera sin título. Huelga decir que, de lograrlo serían grandes las colas por una preparación tan útil para servir a los demás.
Sin embargo, no hay manera de aprender a ser Presidente fuera de la oportunidad de serlo. Nada prepara para el poder fuera del poder. No se aprende antes de ejercer, se aprende ejerciendo. Se aprende a ser Presidente después de que oficialmente se es, lo cual no se debe a que, desgraciadamente, no exista una Licenciatura, Maestría o Doctorado presidencial. Si se estudiara para Presidente, la situación sería la misma. El título serviría, no para definir quién aprendió previamente y por lo tanto tiene derecho a ejercer, sino quién tiene derecho a la oportunidad de aprender posteriormente (si es que llega a aprender).
Los universitarios con experiencia saben que aprendieron ejerciendo, después de que supuestamente no sabían. Desconfían de los Médicos, Abogados, Ingenieros, Contadores, Arquitectos, Economistas, precisamente porque tienen experiencia: porque aprendieron que, para distinguir a los que saben de los que no saben, los títulos no valen el papel en que están escritos. Han visto burros con Licenciaturas, Maestrías y doctorados, que llegan a dar clases y a dirigir centros de investigación; que llegan a manejar millones y a tener mucho poder.
Es significativo que haya impostores que logren ejercer, dar clases, presentar ponencias, recibir premios y tener autoridad, no entre ignorantes, sino entre colegas.
No hace mucho la Secretaría de Salubridad investigó con peritos calificados la autenticidad de las firmas en 80.000 títulos médicos, a raíz de que cayó una banda de falsificadores. Pero obsérvese la enormidad del hecho: la falsificación no saltó a la vista en la práctica. Sería de esperarse que, en un Médico, el comportamiento poco profesional de los impostores los pusiera en evidencia ante los Médicos de verdad. Sin embargo, la falsificación se descubrió y se investigó por vía documental, a través de la verificación de firmas, sellos y registros; es decir, como se investiga un título de propiedad. ¿No es esto una demostración elocuente de lo que significan los títulos?.
¿Se puede decir realmente que los impostores no eran Médicos, si en la práctica no se veía la diferencia?.
También es significativo que en la práctica, muchos titulados de una especialidad desempeñan funciones de otra, sin que se note la diferencia. Esto llega a extremos curiosos. Los Maestros y Directores Académicos de un nuevo título especializado con frecuencia no lo tienen, a pesar de que son las autoridades en la materia. Absurdamente, la gente da excusas por estas situaciones, como si fueran lamentables anomalías. Como si lo normal fuera saber lo que se cursó académicamente. Por el contrario, lo anormal sería encontrar a un profesional cuyos conocimientos coincidieran precisamente con lo que cursó, que fuera capaz de aprobar todos los exámenes que aprobó y que no supiera mas que eso. Casi todo lo cursado se olvida (afortunadamente, en muchos casos). Casi todo lo que se sabe se ha aprendido después.
La verdadera función de un título no es certificar el aprendizaje sino dar la oportunidad de aprender. Gracias a un título se tiene acceso al poder; a la fe de otros; a las relaciones; a los contactos; a la información confidencial; a los lugares; a los instrumentos; a los presupuestos; al privilegio de ejercer. Un título es una patente de corso para cobrar por aprender.
En otros tiempos (y todavía en el caso de los juniors) el mecanismo ordinario para dar acceso al poder era el azar del nacimiento. ¿Qué tenía un aristócrata, que no tuviera un campesino para llegar a ser rey?. Esencialmente la oportunidad. No la sangre azul, ni el origen divino. Tampoco los estudios especializados. Los títulos hereditarios eran un mecanismo de asignación de privilegios, como puede haber otros; por ejemplo; la simple lotería. Los budistas tibetanos creen que cuando muere el Dalai Lama, reencarna en un niño. Los monjes salen a buscarlo entre el pueblo, según ciertas señales y al niño así encontrado se lo llevan, lo educan y finalmente lo elevan al trono. Visto con ojos descreídos se trata de un mecanismo aleatorio de selección de personal. Cualquier niño tratado como si fuera el Dalai Lama llega a serlo. Lo mismo sucede con el hijo de un rey.
La conciencia de que los papeles sociales no son inherentes a las personas físicas esencialmente iguales parece estar implicada en muchas leyendas donde por accidente y otra razón un niño es sustituido por otro cambiando de circunstancias con resultados dramáticos. Este dramatismo y la conciencia, azarosa, teatral de la vida humana, puede verse en la vida es sueño. Aunque su tema inmediato es la predestinación, pone de manifiesto la relatividad de los papeles; Calderón, es capaz de ver con ojos descreídos los títulos de nobleza.
Curiosamente, hoy que nos creemos científicos y hasta igualitarios, no somos capaces de ver con ojos descreídos los títulos académicos, que son también un mecanismo para definir quiénes serán los privilegiados. Si las oficinas de registro civil tuvieran una terminal de acceso a una computadora central que asignara al azar, desde el acta de nacimiento, los títulos universitarios (con la debida planeación en porcentajes adecuados según las necesidades nacionales); y los niños con suerte fueran desde la infancia Licenciados, Doctores, Ingenieros; y al terminar la preparatoria, en vez de ir a la universidad, fueran a trabajar en oficinas públicas, despachos, hospitales (siempre, naturalmente, con un tratamiento privilegiado en oportunidades de aprender, poder, prestigio, ingresos), de hecho llegarían a ser Licenciados, Doctores, etc. Su no haber ido a la universidad, no haría ninguna diferencia, porque la función básica de la universidad, que es asignar privilegios, quedaría cumplida al extender el acta de nacimiento.
Nada prepara para la vida fuera de la vida. No hay tal lugar extraterritorial, afuera de la vida, donde escuchando explicaciones teóricas se adquieran conocimientos prácticos. Tiene que haber actos presidenciales ineptos y enfermos mal atendidos. No hay manera de ahorrárselo. Se aprende ejerciendo, para lo cual es inevitable el ejercicio inepto. Se supone que en forma transitoria y controlada de algún modo, pero nada asegura esta transitoriedad ni ese control. No, desde luego, el título. En los medios profesionales circula con frecuencia historias de horror de la vida profesional; se sabe además que, sin llegar a esos extremos, la ineptitud es normal, cotidiana, frecuente. Los mejores universitarios saben ver con ojos descreídos su propio saber (ya no se diga el de los demás).
Pero no es fácil. Hay intereses económicos, sociales, mitológicos, propios y colectivos, en contra de verlo. Si uno practica una profesión, es posible, pero difícil, verla con ojos descreídos cuando, después de muchos años de ejercerla y aprender, uno llega a ver claro qué limitado es el saber en la práctica. Mas gravemente aún: los pacientes mismos se ponen nerviosos cuando uno trata de desmitificar el saber. Prefieren tener fe en un inocente que todavía no se da cuenta de lo poco que sabe, en un cínico que aparenta saber o en una figura paternal que, a sabiendas, con toda la ambigüedad y hasta los conflictos de interés del caso, no saca de su inconsciencia al paciente. Es quizá mas difícil todavía tener la madurez de un paciente que no descarga su responsabilidad en una figura paterna, en un cínico o en un inocente. Que no se hace ilusiones sobre el o la responsabilidad profesional de ningún profesionista, y que sin embargo los consulta y los toma en cuenta, sin abdicar de su propia responsabilidad, porque sabe que, finalmente, eso es lo que hay, y con esos bueyes hay que arar.
Pero lo común es que el paciente, el cliente, el público, tenga un interés creado en creer, en descargar su responsabilidad en el que se supone que sabe. Sirve psicológicamente: para asumir el papel de feligrés, ya sea entusiasta o resentido. La gente no quiere ni sabe que, en algún grado, siempre está en manos de la ineptitud, la irresponsabilidad o el azar. No quiere ni pensar que, forzosamente, de las mil o diez mil operaciones que caen bajo el campo de una supuesta competencia profesional, todas tienen que estar en algún punto del ciclo de la experiencia de quienes las ejercen: unas en cero, otras en equis, otras en zeta. Pero ¿A quién le gustaría aceptar que tal operación que van a hacerle es una en la que el profesionista no tiene experiencia, o tiene malas experiencias? ¿A quién le gustaría aceptar que tiene que haber una primera vez en la cual el cirujano empuña el bisturí para tal operación, en la cual el abogado se ocupa por primera vez de tal asunto?. Para eso se inventan los ritos de paso. Para aliviar la angustia que produce la incompetencia, para suponerla desterrada, transitoria, bajo control. Pero ¿No es una contradicción que el saber moderno, crítico, progresista, descreído, se apoye en último término en supersticiones milenarias?.
Hoy vemos con ojos descreídos las antiguas creencias indígenas, medievales o arcaicas que beneficiaron a ciertas minorías. No es un mal método, aunque tiene sus límites; los intereses creados mitológicos no pueden reducirse a intereses creados económicos: Pero, curiosamente, el método flaquea frente a los intereses creados mitológicos modernos: La ciencia, el socialismo, el progreso. Nos sentimos como San Manuel Bueno Mártir, el cura Unamuniano que dejó de creer pero siguió oficiando por compasión a sus fieles, para no desanimarlos. Parece espantoso destruir la fe. Y también hay que decirlo; aunque haya beneficiarios de la fe en la ciencia, el socialismo, etc., tampoco en este caso los intereses creados mitológicamente puede reducirse a simples intereses económicos.
Hay algo mas profundo, sin que se pueda ignorar lo otro; las muchas ventajas derivadas de administrar la fe de los fieles.
La fe es crediticia, los títulos profesionales tienen algo de títulos financieros: forman parte de un sistema de acreditación, análogo al que condujo la banca central. Así como el Estado impulsó la centralización de la violencia legítima ya no se tolera en un estado moderno que un general revolucionario, que una provincia, que un banco privado, emita su propia moneda. En la misma dirección, todavía se tolera la emisión de títulos profesionales por diversas instituciones educativas, aunque en grado creciente, sujetos a la acreditación central. No es inconcebible que los títulos lleguen a ser expedidos por una sola institución, equivalente al banco central. Tendría algunas ventajas: En primer lugar, de estandarización. Actualmente hay una variedad folklórica de títulos, desde licenciado en danza hasta doctor en relaciones internacionales; Variedad que muchas veces se refiere prácticamente a lo mismo (innumerables variantes de título de ingeniero, por ejemplo, y, a veces, por el contrario, da el mismo título a estudios diferentes). Sin hablar del problema de los bilimbiques, los pesos de bolita, las sábanas y tantos títulos de poca ley. Aquí también se de la Ley de Gresham: la mala moneda acaba con la buena, y tendría sus ventajas una sola fuente de emisión.
Pero no hay que esperar, inocentemente, que eso pudiera sanear la moneda titular. Mas bien la estandarizaría en lo que valga: la poca ley sería central, la devaluación central. Se puede planificar, pero no detener, el deterioro de dos cosas que van a seguir empeorando: El tráfico y la educación superior. En el automóvil y el título universitario cristalizan muchos intereses creados: Mitológicos, psicológicos, económicos. Son al mismo tiempo, símbolos venerados de la mitología del progreso, objetos de deseo y patentes de corso para circular privilegiadamente. Por supuesto, también tienen que ver con las necesidades de transporte y hasta con el afán de saber. Por supuesto, el transporte y la educación, en cuanto tales, admiten soluciones prácticas. Lo que no tiene solución es la contradicción de la mitología del progreso, según la cual todos pueden volverse minoría privilegiada. Por definición, es imposible.
La marcha del progreso, la ciencia, el socialismo, no conduce a que desaparezcan las minorías privilegiadas sino a que sean sustituidas por otras. En ciertas variantes de la mitología del progreso, esto se acepta como natural y hasta se planifica para asegurar que las minorías privilegiadas le convengan (supuestamente) al resto de la humanidad: Las mayorías no privilegiadas, lo cual encaja con realidades sociales y proyectos muy distintos, de Platón a San Ignacio; De Justo Sierra a Lenin; pero se contradice con la idea del paraíso para todos, que es algo esencial del mito. Para resolver esta contradicción, habría que aceptar que puede haber un paraíso fuera de la cúspide, sin ser parte de la minoría privilegiada, ya sea en otra vida o en ésta, dándole sentido a la marginación en la cual se está, como es común en muchas tradiciones de sabiduría campesina (frente al progreso que exige la negación del propio ser); o buscando la marginación, como en ciertas tradiciones de sabiduría urbana, por el contrario, consideran sabia la negación de la vida anterior (beatus ille horaciano, renuncia conventual, jardín volteriano, dropping out de la bohemia, de los poetas malditos, de los hippies); o buscando activamente la destrucción de la cúspide, como en las tradiciones anarquistas.
Todo lo cual resulta incómodo, visto desde arriba. ¿Cómo, estando mejor que los marginados, voy a decir que así están bien? Y si el verdadero paraíso es el mío, ¿Cómo voy a abandonarlo, en vez de usar mi posición privilegiada para ayudarles? Y ¿En qué puede consistir ayudarles sino en que vengan al paraíso y suban a la cúspide? Pero esto es iluso o demagógico: El paraíso de una minoría privilegiada, por definición no es generalizable, lo cual pone en contradicción, a diferencia de las minorías antiguas (que se creían beneficiarias de un orden divino, natural, legítimo), las minorías privilegiadas de la cultura del progreso estamos bien pero nos sentimos mal. Quisiéramos creer que la contradicción es temporal, que por ahora ha llegado a la cúspide una minoría privilegiada, que en cierta forma es la mayoría, puesto que somos la punta, la avanzada, de la mayoría; pero que en un futuro, hacia el cual debemos ir, todos se volverán minoría privilegiada. Con humor carioca (“Brasil es el país del futuro... y siempre lo será”) Mafalda nos pudiera decir: En la cultura del progreso, la mayoría de hoy es la minoría privilegiada del futuro... y siempre lo será.
Es notable que ahora, que hasta los cristianos progresistas ven con ojos descreídos la promesa de un paraíso en otra vida, como un velo demagógico para ocultar la injusticia en ésta, no se vea con los mismos ojos la transición infinita al paraíso en la tierra, no se haga la misma crítica del cielo prometido en esta vida... para las generaciones futuras. Toda transición que toma mas de una vida, que llega aunque sea un minuto después de la muerte, es una transición infinita. Da igual que tome mil años o que no llegue nunca. Si la expectativa de vida restante de los adultos a los cuales se les ofrece progreso, reforma, revolución, es digamos, de veinte años, todos los paraísos prometidos a veinte o treinta años son para el “mas allá”. Visto con ojos descreídos, no hay ninguna diferencia práctica entre ofrecerle a un campesino el paraíso en otra vida que ofrecerla en ésta cuando la haya dejado. Con una diferencia a favor de las creencias campesinas; si de cualquier manera no va a entrar al paraíso mientras viva, resultaría muy cruel que, al morir, San Pedro o las huríes no estuvieran esperándolo en el otro mundo, sino instalándose en el que dejó. Desde este punto de vista, la mitología del progreso es una mitología cruel, que ni siquiera puede servir de consuelo.
Y, sin embargo, nos repugna ayudarle a que sigan siendo campesinos los que prefieren serlo, con ayudas prácticas, realizables, inmediatas. Nos repugna apoyar la vida al margen de las carreras trepadoras. Sentimos que todos tienen derecho a lo imposible: a tener automóvil, hacer estudios universitarios y trepar a la cúspide. Abogar por ese derecho irrealizable, legítima nuestros privilegios de hecho realizados. Bajo el velo demagógico de la generosidad revolucionaria, quedamos protegidos. El mito, así, reconcilia lo irreconciliable, oculta la insoluble contradicción según la cual todos pueden volverse minoría privilegiada.
Con mas coherencia, en la tradición anarquista se ha llegado a pensar en suprimir el automóvil y los títulos profesionales. Pero parece utópico. Es perfectamente posible que en los remotos interiores, los indios se mueran de hambre sin que el Estado corra mucho peligro: A lo que no se puede arriesgar es a no dar alguna satisfacción, por determinada que sea, a las aspiraciones de los que ya han comido y se mueren por un título universitario, por un automóvil. Lo realista sería acelerar la contradicción. En el caso de los automóviles, que cuestan cada vez y sirven cada vez menos, como ya está sucediendo. En el caso de los títulos, devaluarlos: Repartirlos en grandes cantidades al menor costo posible.
¿Qué sentido tiene torturar, poner dificultades dar largas y congestionar las ciudades con estudiantes dedicados a perder el tiempo en sacar un título?
Las universidades mexicanas no valen lo que cuestan. Son una especie de potlach, que consiste en despilfarrar para ganar posición social, y para hacer que pierdan (legitimidad) los que no puedan hacerlo. Las universidades usan métodos medievales para producir pergaminos. Igual pudieran producirlos con el acta de nacimiento, como los títulos de nobleza. Programar computadoras para repartir al azar títulos profesionales, con el acta de nacimiento, sería baratísimo y permitiría ahorros inmensos. Sería posible sacudirse esas máquinas obsoletas llamadas salones de clase y esa carga congestionada que son las personas únicamente interesadas en el título. Sería posible concentrarse en lo importante: la biblioteca, el café, las personas que tienen apetito intelectual, al margen de los títulos, en conjugación con la experiencia práctica, a lo largo de la vida. ¿Qué sentido tiene perder, digamos, cinco años, antes de empezar a trabajar cuarenta? En vez de trabajar, digamos, cuarenta horas y estudiar cinco por semana, ¿a lo largo de toda la vida?. Un sentido clarísimo: entrar al mundo por arriba.
Se habla mal del capitalismo monopolista y de los socialismos reales, pero no se habla mal de lo que está detrás de ambos: El capitalismo curricular, la acumulación de méritos, de realizaciones, de lucimiento, de servicio a la sociedad, que permite servirse con la cuchara grande y además ser aplaudido. El capital curricular tiene una buena prensa universal. Ya no creemos en los títulos de nobleza que daban derecho a rentas; que permitían cobrar por ser de buena clase. Perdieron legitimidad las rentas nobiliarias. Pero las rentas curriculares parecen mas legítimas que nunca, En los países socialistas, la acumulación de méritos curriculares es la forma legítima de explotación. Los que tienen mas currículo pueden quedarse con la plusvalía de los que tienen menos: Ganar mas, comer mejor, viajar al extranjero, comprar en tiendas especiales, dar órdenes. Sucede lo mismo en la parte socializada de los países capitalistas: El Estado, las grandes empresas, los grandes sindicatos, las grandes instituciones es decir los apartados administrativos donde el poder y las prebendas se adquieren por acumulación de currículo.
Pero no sólo en los aparatos administrativos. Ya Wright Mills había señalado la integración en la cúspide de distintos tipos de élites, y la existencia del mismo fenómeno en los países socialistas: los altos funcionarios, los dirigentes sindicales y de los partidos, los militares, los ricos, los herederos de apellidos ilustres, los grandes académicos, las celebridades artísticas, deportivas o científicas, se entrelazan en los altos círculos nacionales e internacional, capitalistas y socialistas.
Haber acumulado escolaridad, luego una beca, luego un viaje de estudios, luego una jefatura: haber reinvertido las ganancias en sacar una maestría: un doctorado; haber tenido tal puesto, tal premio, tal nombramiento; haber publicado, viajado con una convención dando conferencias; ser entrevistado, ser citado; haber estudiado en tal parte, ser discípulo de Fulano. Compañero de Mangano, maestro de Zutano, miembro del equipo que logró tal cosa, o de tal mesa directiva; estar muy bien relacionado, tener derecho de picaporte para llamar, visitar, ser escuchado por gente importante, éste es el capital que (afortunadamente para nosotros) tiene hoy buena prensa y buenas rentas: el capital curricular.
Se adquiere capital curricular de muchas maneras. Hay una especie de acumulación primitiva a través del capital físico: el liderazgo que se gana por los puños, la buena voz cantante, la belleza. Hay una especie de reproducción ampliada y transformación del capital: a partir de la belleza, la proeza deportiva, hacerse un nombre como estrella de cine; convertir esta celebridad en un capital político: Pasar de ahí a la administración, etc. O también: A partir de la proeza guerrillera o del capital físico que representa compartir algo corporal (parentesco, relaciones sexuales) con el héroe de esa proeza, pasar a la administración: con eso y con el derecho de picaporte en las alturas, hacerse un capital político, etc. Las estructuras de lo crediticio, en este sentido, están por investigarse. Hay créditos que se ganan por vía del talento, otros por vía de las relaciones (con algo en ambos casos de lotería congénita, aunque el talento y, sobre todo, las relaciones pueden cultivarse). Hay créditos que se ganan por vía escolar, otros por vía de realizaciones. Las cuatro vías se refuerzan entre sí el talento, el parentesco pueden facilitar la oportunidad de estudiar; el talento (cada vez menos), las relaciones (supuestamente cada vez menos) y el haber estudiando (cada vez mas) pueden facilitar la oportunidad de ejercer. Dentro de cada vía, también hay reforzamiento: una realización reconocida facilita la oportunidad de realizar mas y acumular mas capital curricular. Pero la vía académica tiende a imponerse como vía indispensable, a diferencia del talento, el parentesco y las realizaciones. Si el crédito académico tiende a la acreditación central, toda forma de capital curricular tiende a concentrarse con la acreditación académica: no tener un título académico se ha vuelto tan costoso, por la exclusión que implica, que lo único razonable es sacarlo al menor costo posible. Ya teniéndolo, se multiplican las oportunidades de talento, parentesco, relaciones, realizaciones etc. Los títulos son como las tarjetas de crédito: credenciales para ser creído, cuyo costo se carga a los que no la tienen.
Credere: Creer, crédito, credencial. Weber mostró la evolución de la autoridad carismática a la burocrática. Pudiera decirse que, paralelamente, hay una evolución del prestigio personal al crédito académico. Son dos caras del mismo fenómeno de institucionalización. El prestigio, cosa vaga y personal, que se hace con el reconocimiento suelto, disperso, espontáneo, de diversas personas, queda sujeto (al menos como vía de paso obligado) a las instituciones impersonales que otorgan certificados de reconocimiento oficial: títulos de propiedad curricular.
Tal vez llegue el día en que no se pueda ser dirigente sindical, empresario o presidente, sin haber estudiado para serlo. Por lo tanto, aunque no sea legal, no se puede ser presidente sin ser universitario. No hay todavía un monopolio de los licenciados en presidencia, pero ya un monopolio de los universitarios. En el México actual sería inconcebible que Emiliano Zapata fuera presidente, secretario de agricultura o secretario de la reforma agraria. Para que un campesino tuviera acceso al poder tendría que negar su ser: dejar de ser campesino, volverse universitario. Zapata fue tildado de ignorante y bandido, pero lo descalificativo de verdad era no haber pasado por un salón de clases. En México, los bandidos pueden llegar al poder siempre y cuando reciban la preparación necesaria, de preferencia en nuestra Máxima Casa de estudios. Así también en el sector privado los bandidos self made van desapareciendo, sustituidos, como en el sector público, por los que ejercen con título universitario. Lo cual se entiende, después de la revolución, en una sociedad posrevolucionaria, donde supuestamente todos tenemos derecho a todo, los privilegios legítimos son aquellos que pueden presentarse como capacidades y merecimientos. Los rentistas de capital curricular no somos vistos como terratenientes ni capitalistas, sino como personas preparadas, competentes y llenas de méritos. Así, a la hora de repartir el queso, todo parece natural. La capacidad para el queso, la preparación para el queso, los méritos para el queso, hacen perder de vista que se trata del queso: de quién tiene derecho a las posiciones privilegiadas en los aparatos administrativos, políticos o culturales.
La ilusión de que todos puedan llegar a todo con la debida preparación académica, es mitológica. Desde luego: es posible que todos sean dueños de pequeñas inversiones productivas, incluyendo un capital de saber, experiencia práctica y relaciones. Pero eso implica posiciones accesibles para todos y por lo tanto una organización horizontal, en vez de piramidal. Para que haya capitalismo curricular, tiene que haber rentas monopólicas, tiene que haber centralismo y piramidación de aparatos: sólo así puede haber altos puestos y especialidades difíciles; pero eso implica posiciones que no pueden ser para todos.
Si todos fuéramos presidentes, nadie lo sería. Si todos tuviéramos posiciones monopólicas, dejarían de ser posiciones monopólicas. Para que todos fuéramos dirigentes de empresas, sindicatos, partidos, tendrían que ser empresas de una persona, sindicatos de una persona, partidos de una persona. Las grandes empresas, sindicatos, partidos, gobiernos, requieren que haya pocos arriba, abajo el supuesto consolador de que en realidad todos pueden llegar a todo, y que algún día van a hacerlo, con la debida capacidad, preparación méritos, etc. Esta ilusión legitimadora la comparten las grandes pirámides y socialistas encabezadas, y no casualmente, por universitarios: por aquellos que (una vez pasadas las turbulencias y oportunidades de acumular un currículo self made en los negocios o revoluciones) acumulamos por la vía legítima, que es la educación superior.
Pero se trata de una ilusión muy costosa que bloquea lo que si sería posible: El progreso “horizontal”. Para mostrar su carácter ilusorio, nada sería mejor que repartir títulos a pasto, al menor costo posible. Habría que hacerlo, por supuesto, de modo general, devaluando todos los títulos, no los de ciertas instituciones o carreras. Una manera práctica y sencilla de avanzar en esta dirección sería generalizar los pases automáticos; reducir todas las carreras a dos o tres años; Suprimir las tesis y el examen final: Prohibir que nadie empiece una maestría sin tener por lo menos cinco años de experiencia práctica en lo que va a estudiar: establecer un impuesto sobre el capital que representan los títulos profesionales, por ejemplo: 2% de impuesto sobre la renta adicional por cada año de escolaridad que requiera de título después de preparatoria. Es decir: una licencia de cinco años causaría el 10% sobre los ingresos gravables del impuesto normal.
Ojalá que algún día todos lleguen a tener título. Solo así llegará a estar claro que, para efectos de saber, un título y nada es lo mismo. Sólo así se anularán los títulos como medios de asignación de privilegios. Naturalmente, prosperarán otros, como suele verse cuando sobran titulados para la cúspide y ya no es posible dar entrada o cerrar la puerta con criterios académicos, que demasiados cumplen: las relaciones se vuelven (literalmente) capitales, empezando por el parentesco y vecindad que resulta de tener elementos curriculares comunes: haber nacido donde mismo, estudiando donde mismo, trabajando donde mismo, estar en el mismo partido, etc.
Pero arruinar las universidades como vías trepadoras, tendría ventajas para los que tienen apetito intelectual, al margen de los títulos, y (utópicamente) permitiría designar a los privilegiados por un método mas equitativo: la simple lotería.
* Del magnífico escritor mexicano Gabriel Zaid
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